Un problema económico fundamental es cómo convertir los bienes en valores. Todos los objetos que prestan una utilidad son bienes, pero el convertirlos en valores permite hacerlos circular, mensurarlos y preservar su valor más allá de su caducidad natural. Entonces, ¿cómo formular una política monetaria que responda a los retos fintech?
En este sentido, desde hace milenios han existido tecnologías financieras que permiten realizar esta conversión. La moneda de metales preciosos es una de estas tecnologías. La acuñación se inventó en Lidia, donde una aleación natural de oro y plata llamada electrum era sumamente cotizada. Los reyes de Lidia, para evitar las falsificaciones, decidieron poner su sello en pequeños discos de este metal, garantizando con su prestigio la pureza y peso de la unidad. La confianza se desplaza sutilmente del metal a la autoridad.
Digitalización de la economía
De hecho, la facultad fabulosa de Midas de transformar en oro todo lo que toca, viene de la acuñación de metales que nace en la tierra sobre la cual el personaje histórico reinó. La confianza en el sello de las ciudades estado de la Antigüedad hace surgir la moneda como la tecnología financiera predominante. Un poco más adelante otras tecnologías monetarias se difundieron, como el pago a través de giros bancarios en Roma tardorepublicana, donde la confianza en el crédito bancario reemplaza al metal, o el papel moneda en el Medioevo tardío y el billete de banco en Época Moderna.
Hoy, la digitalización de la economía da lugar a nuevas tecnologías que tienen en común permutar bienes en valores. Como en la Antigüedad, la virtud básica de estas tecnologías consiste en radicar confianzas que permitan operar a los actores económicos de una manera menos compleja y onerosa. En pocas palabras, mediante el aumento de la confianza hacen descender los costos económicos, evitando equilibrios de Nash y propiciando transacciones más rápidas y seguras.
Tal vez la tecnología que mayor potencial tenga para desarrollar estas funciones son los registros digitales distribuidos (distributed digital ledgers) o blockchains. Consisten en registros en cadena que se copian completos en diversos servidores. Básicamente, imaginemos una libreta donde una persona deja constancia de algo que hizo, y ese registro se duplica automáticamente en miles de ordenadores que guardan una copia exacta de la misma libreta. De cada operación que realiza cualquier partícipe en la cadena, queda constancia en los registros de todos. Puesto que es imposible alterar todos los ordenadores que participan en la cadena para falsificar o manipular los registros, la tecnología es segura y cuenta con un alto grado de confianza de sus usuarios. Tan segura es la tecnología, que desde 2008 ha sido utilizada para crear criptomonedas, equivalentes a reservas de valor y medios de pago en el mundo digital.
Una de las virtudes más interesantes que tales criptomonedas tienen, es que las reglas relativas a su emisión están inscritas en el propio blockchain. Es decir, se emiten las que el sistema permite, ni más ni menos, y estas están predeterminadas en la estructura de la cadena. Una de estas monedas adoptó un lema que parece propio de Terminator para auto-definirse: “unstoppable!” (imparable). La confianza se deposita en la solución tecnológica, no en el metal, no en el intermediario, no en el Estado ni en el sistema financiero.
Tecnologías financieras, ¿cuál sería el alcance?
Hasta ahora, el impacto de las criptomonedas ha sido relativamente bajo, especialmente por su desconexión con el sistema económico general (nadie puede comprar el pan con bitcoins) y su alta volatilidad. Esto, en todo caso, puede estar a punto de cambiar. El anuncio de Facebook de patrocinar, junto a otras entidades importantes, la creación de una nueva criptomoneda (LIBRA) que iba a ser utilizable en su plataforma dio la señal de alarma. Aunque hoy por hoy dicho proyecto está en suspenso, diversos bancos centrales detectaron el peligro que representaba para su rol como controladores de la política monetaria que una firma tecnológica de esas dimensiones y alcance global generase su propia moneda. ¿Qué proporción se llevaría de las transacciones globales? ¿Podría amenazar la supremacía de las monedas nacionales? ¿Tendería a convertirse en una moneda internacional?
Las reacciones han sido veloces, y la pandemia solo las ha tornado en frenéticas. Toda una ola de divisas digitales emitidas por bancos centrales (Central Bank Digital Currency o CBDC) están apareciendo en el panorama internacional. China anunció la creación de un yuan electrónico, Suecia una e-corona y el Banco de Inglaterra se encuentra diseñando su propia propuesta para una libra electrónica. El uso de dinero electrónico, especialmente si se sirve de tecnología distribuida, hace más predecible el comportamiento de una moneda, la hace transparente, evitando la evasión tributaria y el lavado de dinero, ahorra los costos de emisión y custodia del dinero físico (en torno a un 0,5% del PIB, típicamente) y reemplaza la confianza en un Banco Central específico, por la confianza en una solución tecnológica. En cierto sentido, independiza la moneda del Banco Central, otorgando una segunda capa de protección anti-inflacionaria. Si algo sorprende de esta alternativa es que, de momento, el Banco Central de Chile, un país que aspiraba a convertirse en un líder financiero regional, no esté avanzando en el tema.
Es más, sería deseable que una agrupación de bancos centrales latinoamericanos pudiesen servirse de esta tecnología para ofrecer una divisa para el comercio regional, bajando la dependencia del dólar las economías de la zona. Lamentablemente, no hay signos de actividad en este sentido y es probable que si no se toman cartas en el asunto pronto esta sea otra de las tantas oportunidades perdidas que pueblan la historia latinoamericana.
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